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Obras Completas 1988-2000 - Publicaciones
El último día que tocó Tobías

Elena De Frutos Manrique

"¡Póngase el abrigo!" y... "¡Tenga cuidado con las escaleras!" -le advertía Encarnita a su padre-, mientras él, encorvado por el peso de los años y con su inseparable garrota, se disponía una vez más a bajar los peldaños del tercer piso de su casa para dar un paseo por el porque que tienen justo enfrente. Marcelino Medina, que así se llama, es un hombre de costumbres y casi todas las mañanas repite la misma operación; a pesar de padecer parkinson y algo de sordera, pues son ya noventa y pico los años que lleva a sus espaldas. Él, que abandonara su tierra -al igual que hicieran otros muchos- en la década de los cincuenta para venirse aquí a Madrid, gusta de contar, con tremenda lucidez y prodigiosa memoria, multitud de anécdotas y vivencias personales de su ya lejana infancia y primera juventud. En su cabeza bulle aquella historia que a continuación os voy a narrar y que tantas y tantas veces oyó contar a su padre: el polifacético Tío Hilarión. No en vano, aquel suceso acaeció el mismo día que el bueno de Marcelino vino al mundo: un 24 de agosto de 1901 en su querido pueblo palentino de Tierra de Campos.


Tal y como manda el santoral, es en ese día y mes citado, cuando se conmemoro la festividad de San Bartolomé Apóstol. Como bien sabemos, algunas localidades de nuestro ámbito castellano tienen el gusto de acogerse y celebrar sus fiestas más señaladas bajo su patrocinio y, el pueblo de Marcelino, es uno de esos lugares que desde tiempo inmemorial viene honrando a su queridísimo Apóstol con especial entusiasmo.

Aquel día toda la vecindad se hallaba inmersa en el maremagnum de la gran procesión que, año tras año, además de levantar la correspondiente polvareda que hacía irreconocibles a escasísimos metros de distancia a cuantos en ella participaban; también y, esto es lo más importante, lograba elevar hasta cotas insospechadas los ánimos de todos y cada uno de los que allí se encontraban, fueran o no hijos del pueblo; porque siempre había sido una procesión multitudinaria, acudiendo numerosos vecinos -hombres, mujeres y niños- de bastantes pueblos de la comarca: gentes de los campos palentinos y vallisoletanos, hermanados todos para la ocasión y que, a modo de peregrinación, recorrían las entonces largas distancias con los únicos medios de locomoción de que disponían: carros, caballerías y, a menudo, las dos piernas.

Mi padre solía repetir que aquella función de 1907 fue una de las más calurosas de cuantas él vivió. El sol caía de lleno y la temperatura sobrepasaba con creces los 40 grados -sentencia Marcelino-. No obstante, los mozos allí congregados estaban, una vez más, dispuestos a desafiar el calor asfixiante que les acrecentaría la interminable danza frente a la imagen del Santo.

Como venía haciendo desde la década de 1880, D. Sixto -el señor alcalde-, había contratado para amenizar todos los actos festivos a Los Pichones, grupo de dulzaineros de gran prestigio por toda la comarca y a los que se atribuía la fama de ser incansables a la hora de tocar. Lo componían Tobías -segador a destajo y hábil cordelero- con sus dos hilos: Sebastián y Zacarías. Tobías y Sebastián a la dulzaina, Zacarías al redoblante. Su repertorio, según nos han contado algunos de sus descendientes, era inagotable. Y esto mismo aseguraba uno de sus paisanos que en su época gozó de cierta credibilidad en lo que respecto al conocimiento de nuestro folklore musical. Nos referimos a Hilario Medina Olmos -más conocido por Tío Hilarión-.


Aquel hombre; que sería padre de Marcelino y de otros siete hilos más, fue muy querido y respetado en su pueblo y allá donde lo conocieron, ya que fueron muchos y variados los oficios que hábilmente desempeñó desde que fuera un mozalbete hasta su fallecimiento en 1952. A mi padre pocos le ganarían en sabiduría familiar -afirma Marcelino con intensa emoción-, pues lo mismo le daba hacer de alfarero que de pregonero; posando por tejero, zapatero y guarnicionero. Además, cuando hacíamos la matanza o alguna otra fiesta de carácter familiar, no dudaba en coger su guitarra para darnos un buen recital de varias horas, porque él conocía nuestros ritmos a la perfección. Siempre estaba atento a las jotas, a los bailes de rueda o corridos, a los fandangos o "bailes llanos", a las mudanzas -también llamadas danzas o contradanzas-, a las habas, dianas, reboladas... y, ¡cómo no!, también a las últimas canciones de moda que salían de las recién estrenadas dulzainas de Los Pichones; compradas a principios de aquel año de 1901 al reconocido músico y constructor de Renedo Angel Velasco que, como sabrás, ya por aquel entonces gustaba de cromatizarlas añadiéndolas el ingenioso invento de las llaves.

Ahora, y de la misma manera a como tantas y tantas veces me cantora mi padre que en paz descanse, te voy a intentar describir aquella célebre procesión de San Bartolomé -Me dice este gran amante y conocedor de las tradiciones de su tierra que es Marcelino Medina-.

Esa mañana de 24 de agosto parecía igual a la de años anteriores. Tras los pendones y estandartes parroquiales, destacaba la silueta de D. Ezequiel, con su característico bonete y casulla resplandeciente. Pero aún más brillaba la estampa de nuestros músicos, personales que, como ya sabes, gozaban de gran admiración y predicamento por estos pagos. La comitiva transcurría lenta. Las estrofas de la mudanza se repetían una y otra vez y Los Pichones gaiteros apenas se tomaban unos breves minutos para coger aire, momentos en los que el tambor de piel curtido se quedaba solo marcando el ritmo. Unos quinientos mozos, medio descamisados y con los rostros congestionados, danzaban al son guerrero y desafiante de su música. Tobías, que pasaba ya de los setenta y atesoraba para sí infinidad de chanzas y picardías, le dilo a uno de sus hilos: "A estos hoy los damos pa1 pelo". Mas sus vástagos, acostumbrados desde muy niños a estas cosas de su padre, no dieron mayor importancia a sus palabras y siguieron tocando al mismo ritmo.

Llevaban más o menos dos horas de procesión cuando ya sólo bailaban unos cien mozos en todo el cortejo. En ese momento, El Casimiro -el hijo de la Tía Anastasia -, que llevaba con orgullo ser uno de los más fanfarrones y alocados del pueblo, gritó a los cuatro vientos: "¡Vivan Los Pichones!', "¡Vivan los mejores!". Entonces; el señor Marcelo, gran amigo de la caza y del buen comer, al oír esto, le espeté al joven con su peculiar sorna: "¡Como silos pichones que yo conozco fueran malos!"... Esto, lógicamente, provocó una carcajada casi generalizada, ya que todos conocían muy bien cómo se las gastaba Marcelo al chico de La Anastasia.


Tras aquellos vítores, los pocos bailadores que aún quedaban ya no podían más. Entre ellos, no hacían más que comentarios del tipo: "Estos hoy nos revientan", "Los Pichones se van a desinflar", "A ver si esta vez podemos con ellos"... Sin embargo todo parecía que nado iba a cambiar, que de nuevo iban a poder los músicos con la mocedad, como siempre había ocurrido. Pero este año sería bien distinto.


Tobías, el mítica gaitero, tenía por costumbre tocar él solo una última pieza -en concreto una bonita jota- antes de comenzar el tradicional remate de los palos para devolver la imagen al templo. Pocos se habían percatado, pero nuestro veterano dulzainero acusaba un cansancio extraordinario; en él, algo fuera de lo común. Numerosas gotas de sudor le caían por su enrojecido rostro, y eso, a pesar de llevar ese gran sombrero de ala ancha que gustaba de utilizar en los interminables días estivales.

Comenzaron a sonar los primeros compases de la jota y nada hacía presagiar lo que en unos instantes iba a suceder. Los últimos danzantes, formando un círculo, giraban sus cuerpos sudorosos y medio desfallecidos alrededor de la imagen de San Bartolomé; cuyas andas, según mandaba lo costumbre, eran portadas por los cuatro cofrades de más edad de la parroquia. Todo ocurrió cuando, Tobías, para que se le oyera mejor, se situé junto al Santo. Entonces, tras varios lapsus en los que dejó de sonar su potente dulzaina y, sin saberse ni cómo ni por qué, se desvaneció y cayó fulminado sobre uno de los cofrades. -Que resulté ser el padre de Hilario y el abuelo de Marcelino-. Y no acabando ahí el cúmulo de fatalidades, el anciano hermano, perdió a su vez el equilibrio e hizo caer también la imagen del Santo, rompiéndose en mil pedazos. El público, boquiabierto, no daba crédito a lo que sus ojos estaban contemplando. Inmediatamente, Sebastián y Zacarías, aterrorizados, intentaron reanimar a su padre. Mas todos sus esfuerzos resultaron inútiles: ya era demasiado tarde. Tobías había puesto fin a sus días llevando a cabo lo que más le había gustado hacer en vida: ejercer el oficio de dulzainero.

Y todo aquello ocurrió en el mismo momento de traerme mi madre al mundo -me recuerda Marcelino-.

¡Han pasado ya muchos años, pero este suceso conmovió de tal forma el pueblo, que la fama de aquel ilustre dulzainero junto a las trágicas circunstancias que rodearon su muerte, corrieron como la pólvora y quedaron archivadas en la poderosa tradición oral de toda ¡u comarca. El pueblo adquirió una nueva imagen del Santo y homenajeó con su recuerdo, una y otra vez, al que durante tantos años tanta emoción les había proporcionado con su música.